En estos momentos de profundo dolor y aguda tristeza, debemos dar gracias a Dios, por habernos dado el privilegio de gozar y formar parte de la corta existencia de nuestro querido Pablo López Ruiz.
Como docentes, hemos tenido y tenemos muchos alumnos buenos que no olvidamos, pero pocos te dejan la huella y la enseñanza vital que nos regaló Pablo: su alegría permanente, sus dulces palabras, el amor que irradiaba, esa risa contagiosa, incluso, cuando querías regañarle, esos hoyillos en sus mejillas anulaban tu enfado, y, al final, la lección cristiana que nos ha dado en su angustiosa enfermedad: era él quien nos alegraba y nos hacía olvidar su estado; evidentemente, tuvo la suerte de vivir en el seno de una familia extraordinaria, llena de fe, esperanza y gozo.
Es cierto que nuestra debilidad humana, nos hace mirar al Todopoderoso y preguntar ¿por qué?, cuando tenía ¡tanto que darnos!; no lo entendemos en un joven tan maravilloso, pero es el sufrimiento que nos hace olvidar lo que nos decía el poeta que él recitó en clase, Jorge Manrique:
Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar.
Por eso, nos queda el enorme consuelo de saber que él está llenando el cielo con su encanto y alegría, repartiendo su eterna sonrisa.
Recuerdo de Pablo López Ruiz.